Beto se despierta a las siete de la mañana con el sonido de la alarma en el celular, y de la voz de Pilar cantando en la ducha. Alerta, se da cuenta de que hoy él no está como debiera. Este miedo a tirarse de la cama, como lo hace siempre, le preocupa. Nunca antes había dudado de su agilidad y energía para ponerse en pie, como lo hace ahora.
Va a esperar a que Pilar intervenga en la situación. Que le diga, en diez palabras o menos, por qué se siente él hoy de esta manera. La sencilla lógica de la mujer lo mantiene anclado a un fondo de seguridad. Su confianza en ella no tiene límites.
Él es un hombre entrenado en métodos, reglas y sistemas. Pero su talento de ingeniero geográfico graduado no es comparable al de Pilar, la mujer que le ha torcido el camino de vida por el que venía muy tranquilo con María Rosa, su esposa.
Según Pilar, él es un hombre con demasiados compartimientos cerebrales, ella piensa que la vida no debe vivirse ni por zonas ni en segmentos como lo hace él. En la lógica de ella no cabe ni la organización deliberada ni tanto detalle. Todo es claro para Pilar. Como cuando le dice que la tiene tan entretenida con su conversación que ha llegado hasta a olvidarse de que él está casado. Y agrega, que ya son muchos los años de relación entre ellos dos para dejarlo y sentarse a llorar su pérdida… pero que medita mucho sobre la situación cuando tiene tiempo. Así, Pilar le da una libertad condicional.
Si cierra los ojos e imagina que se mueve puede hacerlo. Por lo que respira profundo, da dos volteretas hasta el borde de la cama y cae al piso. El hombre espera que su mujer haya oído el golpe, pero en ese momento Pilar entona bajo la ducha una canción sobre el amor y la muerte.
En el suelo, él se concentra en los dedos de los pies; ve que se mueven, pero no los siente. Suspira, parpadea, pero no nota ni el aire en el interior de su nariz ni el suave roce de sus párpados sobre las cuencas.
Pilar entró a su vida hace treinta años. En realidad, ella es el más antiguo de sus romances. Todas las demás vinieron después; de eso se valió ella para amarlo y ser amada. Pero él, lobo viejo, acostumbrado a vivir dentro del círculo de bendiciones maritales con María Rosa, no tenía la intención de cambiar su universo por Pilar. Y eso lo sabía ella. En esto él estaba firme.
Cerrando los ojos se esforzó a rodar sobre la alfombra. Con tres vueltas alcanzó la puerta que abría a un balcón. Desde allí se escuchaban voces, gritos y la sirena de una ambulancia. Había oído el golpazo de dos vehículos coincidiendo en un mal momento en la esquina. Seguro que había muerto alguien.
Tenía la impresión de que bostezaba pero se equivoca. Con la mitad del cuerpo afuera, en el balconcillo, intentaría retroceder al cuarto. Pero, cambiando de opinión, prefirió dejar su mitad superior al aire libre y bajo el sol.
Ya no oye caer el agua de la ducha sobre Pilar. Todavía ella canta, pero ahora estará frente al espejo. Al ruido del agua lo sustituye el de la secadora de pelo.
Lo que más le gusta de Pilar son sus impulsos. Sus faltas de respeto. Eso de que llega siempre tarde al trabajo aunque salga corriendo para llegar a tiempo. Que se despierte después que suenan sus dos alarmas; siete minutos la una de la otra. Su respuesta al porqué de los siete minutos cuando él pregunta: siete minutos es lo que necesita para saber que sigue viva y levantarse.
Ya no son tan jóvenes. Pero Pilar cree que ella tiene veinte años por eso su conflicto en si retirarse de su vida laboral o no; la indecisión lo tiene más cansado a él que a ella.
El silencio en el baño, la puerta que se abre, lo traen de regreso a su dilema de hoy.
Pilar se detiene junto a él. Lo mira desde su altura y le pregunta qué hace en el suelo, sin moverse y con la mitad del cuerpo en el balcón.
Él contesta que está esperando a que ella se lo explique. Le dice que no siente ni el aire en el pellejo.
—¿No sientes qué? —contesta ella preguntando.
—¡No tengo sensación alguna en el cuerpo! ¿Cómo quieres que te lo explique?
—¡Levántate del suelo, Beto! —dice Pilar, frunciendo el ceño.
—¿Y te enojas? ¡Tenemos que hacer algo! —contesta la mitad del hombre.
Pilar va al closet, escoge una camisa, un pantalón, regresa, se arrodilla y lo viste sin que él se mueva. Se levanta. Camina hasta la sala, recoge el teléfono de la mesa y marca un número. Él no puede escuchar lo que habla ni con quién.
—¡Pilar! —la llama.
La mujer lo observa de reojo y sin contestarle va hacia la puerta de entrada y la abre.
—¿A quién esperas Pilar? ¿Qué haces?
—Entra, Morgan —dice ella, dirigiéndose al conserje del edificio que la saluda parado en el marco de la puerta.
Morgan la acompaña hasta la habitación y le da los buenos días a Beto que lo mira desde el suelo sin hablar.
—Morgan, levántalo por los hombros, yo me encargo de los pies —instruye la mujer.
Beto grita. Pero ellos disimulan, se miran entre sí y sonríen.
Entre los dos lo arrastran hasta el elevador. Un piso más abajo se abre la puerta del ascensor y esta vez lo levantan, caminando con él hacia el vestíbulo.
Beto vuelve a gritar cuando lo acomodan en el suelo de losas frente a la puerta que da a la calle.
—Vamos Beto, levántate del suelo —repite ella, mientras el gerente los mira a los dos y sin comentar, regresa pronto a su lugar detrás del escritorio.
Para María Rosa, la esposa de Beto, este es otro de esos días en que el esposo no está en la casa. Desayuna, se viste y se dirige al auto. Hoy es viernes. La mañana se presenta ocupada, pero a ella le sobra el tiempo después que se retiró después de treinta años de trabajo en la misma empresa. Revisa que su anillo de matrimonio esté brillante, con la inscripción hacia arriba para leerla con facilidad. Nunca se ha quitado el anillo del dedo. Sabe que Beto tampoco lo ha hecho, ni lo hará. Juntos hasta la muerte.
Conduce por la interestatal, toma la próxima salida y se detiene frente al edificio donde vive Pilar. Desde su auto, ve a su marido y a la mujer discutiendo. Pero hoy es viernes, le toca a ella el fin de semana con Beto y la familia… Toca el claxon del auto. Pilar le señala con un gesto que se espere.
En el vestíbulo, la mujer discute con el hombre que está en el suelo:
—¡Beto! ¡Párate! ¡No puedes hacer esto todos los viernes! ¿Por qué sigues con lo mismo?
—¡Por amor, Pilar, por amor!

Leida T. León
Leida T. León nació en Cuba. Emigró como refugiada cubana a los Estados Unidos en 1969. Durante su vida laboral ha trabajado como analista y consejera financiera en empresas privadas. En las últimas dos décadas desempeñó los cargos oficiales de Manager de Servicios Humanos y Administrativos para el condado de Los Ángeles, California donde reside. En el presente es editora y traductora independiente, además de colaboradora en Pinar Publisher, LLC. Escribe poesía desde niña y su prosa es nueva. Sus poesías y relatos han aparecido en varios sitios literarios. Aunque publicó En Blanco y Negro un libro de poesías, Eliza es su primera novela publicada.